Aprender idiomas – I: “Repite conmigo, Jota”

tierce-imagen-de-epoca
Este texto lo escribí para publicarlo en una  página de traducción, pero como la cabra siempre tira al monte, lo narrado le llevó la palma a lo reflexionado.
© María José Furió

En una entrevista, una “joven-ya-no-tan-joven” escritora española, actualmente residente en Estados Unidos, observaba que en su convivencia con sus  nuevos colegas –ese sector que alarga la juventud estudiantil de máster en máster hasta los cuarenta y tantos años– se había planteado lo ventajoso que es aprender idiomas desde que se cursa la secundaria, o incluso desde primaria. Una ventaja que al parecer ella no tuvo y que cuesta dinero, añadía.

            A bote pronto no supe si darle la razón o no ya que cuando por cualquier motivo no se puede asistir a una academia, siempre queda el recurso de las clases particulares. Me acordé entonces de la primera (y única) clase de español para extranjeros que he dado en mi vida. En los años cincuenta y hasta principios de los setenta del siglo XX, un aluvión de españoles emigró por motivos económicos a Francia y otros países europeos… capitalistas. Una porción significativa de mi familia valenciana emigró a París –por motivos de trabajo, también conoció con cierto detalle zonas pintorescas como la Costa Azul, la Riviera italiana y algún cantón suizo, de lo que dejaron constancia enviando a diestro y siniestro postales debidamente selladas, por si sus andanzas pudieran interesar a la Interpol—, y allí contactó e intimó con otros españoles, algunos exiliados e hijos de exiliados tras la guerra civil.

En el verano del 70, contando ocho años y varios dientes de leche caídos, nos llevaron a mi gemela y a mí a pasarlo con ellos en la Ciudad de la Luz. París en verano me entusiasmó. Si de mí dependiera, me habría quedado para siempre, por lo que aprender el idioma me pareció imprescindible y me puse a chapurrearlo con fervor de converso. Antes de que la televisión se apoderara del ocio del mundo civilizado, ir a visitar a la familia y a los amigos por las tardes y los fines de semana, hacer turismo, dar paseos en coche, tomar refrescos en los bares y apostar al tiercé[1], quarté y quinté en el hipódromo eran, como acreditan las películas de la nouvelle vague, opciones modernas. (Los amores existencialistas y el estrago del colaboracionismo estaban en fase de rodaje por lo que aún no habían impregnado el estilo de vida nacional.) Cierta tarde tocaba visitar a unos tíos, ella era hija de un exiliado catalán, casada con un guapo pied noir –tan guapo que aún recuerdo bien su cara, su complexión, sus nickis– y dueña de una boutique de modas en un barrio populoso. La hija mayor, de diez años, bilingüe, nos llevó a mi hermana y a mí muy excitada a la trastienda donde, dijo, nos esperaban dos amigas suyas francesas que querían aprender algo de español de cara al inminente agosto, que pasarían en la Costa Brava. Para presentarnos, nuestra prima franco-española-argelina exclamó señalándonos con admiración: «Voilà. ¡Ellas saben pronunciar la jota!». Apuntó a una gran fuente rebosante de palomitas: ese era el generoso pago por enseñarle a ella y a sus rubias amigas, que ya estaban zampándose la rara merienda.

Mi hermana gemela y yo dimos un paso al frente. Aquello era pan comido. «¡Jota!» saludamos muy risueñas, demostrando que nuestra prima extranjera les había dado información veraz. A lo que ellas respondieron con un entusiasta: «¡Gota!». Uy. «Jota» canturreamos a dúo antes de embutirnos la boca de palomitas dando tiempo a nuestras alumnas a hacerse con el temario.

 Siguieron varios minutos de «Jotas» y de «Ggggotttas» durante los cuales dejamos medio vacía la fuente de palomitas y se agotó mi entusiasmo. «No son muy listas» medité compasiva, retrocediendo hacia la puerta para observarlas con sus lenguas enredadas entre el paladar y los dientes mientras mi hermana, que acababa de descubrir las delicias de las relaciones masoquistas traspasando fronteras familiares, redoblaba su ardor pedagógico: «¡Jota!». «No os vais a comeggg un ggosco este veggano», pronostiqué para mis adentros marchándome a curiosear en la tienda la moda de la temporada, que no se vería en Valencia ni por asomo.

            Que yo recuerde, fue la única vez que cobré un salario sin trabajar. De haber tenido la formación mínima para impartir español, que se adquiere en la asignatura de Historia de la Lengua de primero de Filología, les habría transmitido algunos rudimentos a partir de la formación del fonema, para que fueran aproximándose al sonido español hasta conseguir una jota decorosa, desde la llamada «i longa» o «i larga» hasta la «fricativa, velar, sorda» o jota, ahorrándoles, en consideración a la edad, la ardua teoría fonética.

 [1] Le tiercé : Paris (mutuel) tiercé et, p. ell., tiercé. Pari mutuel consistant à  désigner les trois premiers chevaux d’une course.